Pájaro rival


Aquella voz desgarrada, algo afónica; que no obstante afinaba a la perfección, era hija del cante, del cante grande. No sé si vive aún –excepto en los discos que grabó–, pero se llamaba Ramón y seguirá siendo, para muchos, el hijo del almacenero extremeño, borrachín, de nombre Isaac, con boliche instalado al sur de la provincia de Buenos Aires. Físicamente magro y musculoso, algo estrábico, casi siempre sonriente y dispuesto a compartirlo todo, tocaba muy bien la guitarra, para lo muy poco que le había enseñado su padre, que era cantor, cantaor, hondo por siguiriyas, alegre y sencillo por sevillanas, alegrías, pero apenas rasgueaba, como es natural en tales casos.
Si está vivo, Ramón debe tener ahora sesenta y siete años. La penúltima vez que lo vi estaba recién desgarrado por la psicoanalista, acababa de recibir un perro regalado al que bautizó “Rais”, me contó, el día que reveló algunas características y el nombre de su padre, como primera aproximación a sus asuntos, en plan de amigos. La psicoanalista era flaca pero joven, inteligente pero rapaz, honesta pero no mucho, digamos lo necesario, de nombre Inés. Así por ejemplo, en la primera –y única– ocasión que tuve de hablar con ella a solas, le reproché tener atrapado a Ramón entre sus ramas, explicándole que yo sabía lo que es el análisis y hasta refiriéndome, con ironía, a Karen Horney. Ella intentó no sé qué psicodrama, levantando tetas y ahuecando el tono de la conversación, pero quedó claro que yo era amigo de Ramón y él debía cantar, en lugar de andar acompañando cantores por ahí, de Buenos Aires a Madrid, de Madrid a Barcelona, etcétera.
Allá por la década del sesenta Ramón acompañaba a una cantante porteña de clase equis y vivía en París con su psicoanalista. Yo también cantaba y vivía en Madrid. Durante los seis años que transcurrieron hasta que él volvió a Buenos Aires y yo, poco después, a Montevideo, nos veíamos ocasionalmente en una u otra ciudad, nos amanecíamos entre copas, nos escribíamos con frecuencia y, de vez en cuando, nos encontrábamos en festivales, recitales de carácter político u otros, en los que compartíamos el escenario con sus cantores de turno que lo habían contratado. Yo insistía, cada vez, en que tenía que dejarse de joder y decidirse a cantar. ¡Había que oírlo! Guitarrista acompañante de cualquiera, costaba mucho abrir un espacio para él en una reunión, para que se decidiese a soltar un estilo, una milonga, un vals, con aquella voz raspada, tensa, delicada y dramática, de amplísimo registro, como pocas se pueden oír. Terminé convenciéndolo de que grabara, asumiera su voz. Una tarde, en Madrid, firmó un contrato. Su primer disco registra una versión inimitable de “Guitarra mía”, versos de Julio Herrera que él musicalizó, galerones, alcatraces y hasta unas alegrías flamencas aprendidas de su padre, de las que ofrece una versión burlesca, diabólica, imbailable.
Su vida discográfica iba a ser breve. Sólo grabó una veintena de canciones que vendieron algunos miles de ejemplares en Europa y Argentina, donde –me gustaría saberlo con certeza–, tal vez se haya convertido en bolichero. Inés lo abandonó cuando estaba en Madrid grabando su segundo y último disco. Yo alcancé a despedirme cuando había decidido regresar, malherido, tras un largo autoexilio, en el que estuvo olvidando dolores, vergüenzas archivadas, en nuestro último encuentro, Barcelona: larga noche en la que cantamos muchos, nos bebimos todo y amanecimos hablando, Ramón y yo, solos, cerca de los barcos dormidos, sobre clases de pájaros.
– El viejo era un sorete, ¿sabés?
– ¿Por qué decís eso?
– Vos sabés que el viejo chupaba...
– Sí, vos me contaste.
– Cerraba el boliche y empezaba él...
Ramón carraspeó:
– Una noche llegó a casa mamado. Yo abría el almacén y estaba durmiendo. Él se levantaba a mediodía. Eran las tres de la mañana... Y tenía un canario de Madera.
– ¿Un canario de madera?
– Sí. De la isla de Madera. Son raros allá. Verde-amarillos, con la cabecita color gris aceituna. Se lo había regalado yo. Yo lo quería al viejo. Y el canario también. Era ver al viejo y empezaba: “prrrrrrr”, primero bajito, como barítono. El viejo lo miraba o le decía algo y él saltaba al palito más alto, alzaba el tono y era como una alegría, vibraba como de pasión, le temblaban las alitas... ¿Vos viste cómo se les paran las plumas de la garganta y hasta llegás a ver los parlantes de hueso que tienen en el lugar de las orejas?
– Sí.
– Bueno. Esa noche el viejo llegó alicorado como siempre y el canario empezó: “prrrrrrr”. Estuvo, qué sé yo, como no sé, diez, quince segundos, no te quiero exagerar... y de repente se apagó...
La mano de Ramón se había clavado en mi antebrazo.
– Yo me había despertado al oír la puerta, la llave del viejo en la puerta, y había prendido un cigarro, estaba sentado en la cama. ¡Hasta que de repente, aquellos chillidos!
Los barcos chirriaron.
– ¡Sí, mirá...! –a Ramón se le caían las lágrimas. Estamos muy en pedo, pensé yo.
– ¡Mirá, mirá...! Me levanté y corrí hasta la cocina...
Mientras los barcos se mecían crujiendo como ataúdes, se hizo un hondo silencio y Ramón prosiguió:
– ¡¿Sabés lo que había hecho el viejo?!
– ¡Aquí el único que canta soy yo! –me adelanté a narrar lo que yo sabía, pero Ramón ya no recordaba habérmelo contado.
– ¡Sí, sí...! ¡Había rociado al canario con alcohol y le había arrimado un fósforo!
La voz de Pastora Pavón acudió a consolarnos desde algún tocadiscos lejano.
– El bichito estaba casi carbonizado, tiritando en el piso de la jaula y chillando, chillando como una chicharra en el campo, en verano ¡¿te acordás?!
– Ramón, escuchame, tranquilizate...
– Alcancé a sacarlo y envolverlo en un repasador... Pero no había nada que hacer... Se murió envuelto en aquel trapo, saltando como un bultito arriba de la mesa, chillando, gimiendo, cada vez más despacito... Y yo empecé a llorar, a gritar, qué sé yo, le di una patada a la mesa y le encajé al viejo una trompada como nunca le pegué a nadie, no sé, creo que lo noqueé, ¡lo volteé de la silla del piñazo! Y me fui. Me fui de casa. Nunca volví. La vieja había muerto cuatro años antes. El viejo se quedaba solo, pero yo nunca volví. ¡No lo vi morir, ni sé cuándo se murió, ni me interesa!
Un lanchón topó contra la marina y rechinó largamente, con toda su osamenta.
– Por eso canto afónico. Inés me explicó.
Versión de Alfredo Zitarrosa
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