Hizo del sueño otra piel
para protegerse del miedo,
y se acurrucó como un cachorro
adormecido por el calor.
Se dedicó a contar estrellas
en un extraño cielo invertido
donde se hundían las raíces,
el fuego ardía entre los hielos
y el sol salía a medianoche.
Se abrió a todos los vientos
excepto a los que soplan contra la nariz,
dejando atrás los pensamientos
de pluma corta y vuelo raso.
Despreció las preocupaciones vulgares
mientras perseguía más altas voces
hasta tocar las nubes con los dedos
y ver a los hombres tan pequeños
como irrisorios a sus pies.
Siguió solamente su propia ley
hasta destronar la gravedad
y proclamarse Dios y rey
de un país deshabitado.
Lanzó la prosa a mundos lejanos
que se extendían más allá del cuerpo
y no dejaba de urdir planes,
trazar fronteras, alzar muros
por si querían atacarle.
Pudo olvidar las quejas de los heridos,
la miseria, el dolor
y los hilos cansados, casi podridos,
de los que colgamos en la oscuridad.
Pudo olvidar los gritos de angustia,
la suciedad, los cañones,
el aliento de los monstruos al acecho
y el cansancio de las cucarachas
que se arrastran por los rincones.
Pero también olvidó el deseo
y la caricia de unas manos,
y la ternura, la breve salpicadura
de la risa alegre de unos niños.
De él huyeron todos los recuerdos
que iluminaban aquellos años
repletos de dudas y esfuerzo
pero en los cuales con sólo frotar dos corazones
la luz deshacía la muerte y las mentiras.
Hizo del sueño otra piel
y la hizo por todas partes
impenetrable, como un viejo
refugio atómico europeo.
No le hizo poros: lisa y mate
parecía una espesa capa de grasa,
y quedó tan amparado,
tan aislado, tan protegido
que se ahogó dentro de si mismo.
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