Vienen los pájaros
Como gotas de sangre y plumas
los cardenales desangraban
el amanecer de Anáhuac.
El tucán era una adorable
caja de frutas barnizadas,
el colibrí guardó las chispas
originales del relámpago
y sus minúsculas hogueras
ardían en el aire inmóvil.
Los ilustres loros llenaban
la profundidad del follaje
como lingotes de oro verde
recién salidos de la pasta
de los pantanos sumergidos,
y de sus ojos circulares
miraba una argolla amarilla,
vieja como los minerales.
Todas las águilas del cielo
nutrían su estirpe sangrienta
en el azul inhabitado,
y sobre las plumas carnívoras
votaba encima del mundo
el cóndor, rey asesino,
fraile solitario del cielo,
talismán negro de la nieve,
huracán de la cetrería.
La ingeniería del hornero
hacia del barro fragante
pequeños teatros sonoros
donde aparecía cantando.
El atajacaminos iba
dando su grito humedecido
a la orilla de los cenotes.
La torcaza araucana
hacía ásperos nidos matorrales
donde dejaba el real regalo
de sus huevos empavonados.
La Loica del Sur, fragante,
dulce carpintera de otoño,
mostraba su pecho estrellado
de constelación escarlata,
y el austral chingolo elevaba
su flauta recién recogida
de la eternidad del agua.
Más, húmedo como un nenúfar,
el flamenco abría sus puertas
de sonrosada catedral,
y volaba como la aurora,
lejos del bosque bochornoso
donde cuelga la pedrería
del quetzal, que de pronto despierta,
se mueve, resbala y fulgura
y hace volar su brasa virgen.
Vuela una montaña marina
hacia las islas, una luna
de aves que van hacia el Sur,
sobre las islas fermentadas del Perú.
Es un río vivo de sombra,
es un cometa de pequeños
corazones innumerables
que oscurecen el sol del mundo
como un astro de cola espesa
palpitando hacia el archipiélago.
Y en final del iracundo mar,
en la lluvia del océano
surgen las alas del albatros
como dos sistemas de sal
estableciendo en el silencio
entre las rachas torrenciales,
con su espaciosa jerarquía
el orden de las soledades.
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