No me llames extranjero
o porque tenga otro nombre la tierra de donde vengo.
No me llames extranjero porque fue distinto el seno
o porque acunó mi infancia otro idioma de los cuentos.
No me llames extranjero si en el amor de una madre
tuvimos la misma luz en el canto y en el beso
con que nos sueñan iguales las madres contra su pecho.
No me llames extranjero, ni pienses de dónde vengo,
mejor saber dónde vamos, adónde nos lleva el tiempo.
No me llames extranjero porque tu pan y tu fuego
calmen mi hambre y mi frío, y me cobije tu techo.
No me llames extranjero, tu trigo es como mi trigo,
tu mano como la mía, tu fuego como mi fuego,
y el hambre no avisa nunca, vive cambiando de dueño.
Y me llamas extranjero porque me trajo un camino,
porque nací en otro pueblo, porque conozco otros mares,
y un día zarpé de otro puerto,
si siempre quedan iguales en el adiós los pañuelos
y las pupilas borrosas de los que dejamos lejos,
y los amigos que nos nombran y son iguales los rezos
y el amor de la que sueña con el día del regreso.
No, no me llames extranjero, traemos el mismo grito,
el mismo cansancio viejo que viene arrastrando el hombre
desde el fondo de los tiempos, cuando no existían fronteras,
antes que vinieran ellos, los que dividen y matan,
los que roban, los que mienten, los que venden nuestros sueños,
ellos son, ellos son los que inventaron esta palabra: extranjero.
No me llames extranjero, que es una palabra triste,
que es una palabra helada, huele a olvido y a destierro.
No me llames extranjero, mira tu niño y el mío
cómo corren de la mano hasta el final del sendero,
no los llames extranjeros, ellos no saben de idiomas,
de límites, ni banderas, míralos, se van al cielo
por una risa paloma que los reúne en el vuelo.
No me llames extranjero, piensa en tu hermano y el mío,
el cuerpo lleno de balas besando de muerte el suelo,
ellos no eran extranjeros, se conocían de siempre
por la libertad eterna e igual de libres murieron.
No me llames extranjero, mírame bien a los ojos,
mucho más allá del odio, del egoísmo y el miedo,
y verás que soy un hombre, no puedo ser extranjero.
Era una fría mañana de invierno en Madrid y una larga cola de extranjería. Cada tres meses había que presentarse para renovar aquello de “la permanencia”; con el alma en un hilo porque en cualquier momento podías quedar o “ilegal” o deportado. En el mío y en la mayoría de los casos de los sudamericanos que integrábamos la corriente migratoria de los setenta, aquello era imposible..., no podíamos volver a nuestras tierras, éramos exilados.
Yo llevaba más de dos años en España y buscaba con afán la residencia. Esta era la tercera vez que la solicitaba y estaba resignado de antemano a que me fuera denegada.
La mañana transcurría lenta y helada. Previo pacto con los componentes de la cola, me fui a tomar un carajillo en un barcito de enfrente y mientras me iba calentando un poco, en el dorso de la solicitud de residencia, escribí unas palabras, las de No me llames extrajero y después de copiarlas en varias servilletas, presenté aquel papel tan significativo para mí.
No sé si ya me correspondía que me la otorgaran o por influjo de aquel poema, me dieron la residencia. Tal vez pensaron: “Este nos va a seguir bombardeando con estas cosas, hay que dársela para que deje de joder”; o tal vez puede que les conmovieran aquellas palabras..., todo puede ser.
El asunto es que No me llames extranjero con los años se ha convertido en un himno que se canta en muchas partes del mundo y es bandera de los desheredados. Hay que decir también que en estos días tiene más vigencia que entonces porque las xenofobias se han disparado, lo que hace que sea una canción urgente y de resistencia, clamando por la universalidad humana desde la clase de los desposeídos, los pobres, que son en definitiva los únicos extranjeros siempre, cuando emigran por un pan y un poco de felicidad.
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