Raimon y las naranjas selectas
Raimon demuestra que la coherencia no es un sacrificio moral, sino el fruto del árbol más selecto
Raimon demuestra que la coherencia no es un sacrificio moral, sino el fruto del árbol más selecto
Por Antoni Puigverd para La Vanguardia
No son pocos los artistas y escritores que han influido en nuestras vidas. No solamente por su calidad estética, sino también por su talla humana. Esto es lo que nos sucede a muchos con Raimon, que acaba de celebrar los 50 años de 'Al vent', su canción más conocida: himno de una época.
Una canción que, gracias a su fuerza juvenil y a su espontánea exclamación existencialista, encarnó la crisis de valores de la primera generación universitaria que rompe con el franquismo. Yo tenía 14 años cuando asistí al primer recital de Raimon. Fue en Palafrugell. A la salida, lo vi reunirse con Josep Pla. Los observé a hurtadillas durante un rato. Casualmente, allí mismo establecí mi primer contacto político clandestino. Los recitales que Raimon ofrecía en las comarcas de Girona, junto con Pi de la Serra y el añorado Ovidi Montllor, servían a los escasos antifranquistas organizados para atar cabos y ampliar la red. En diciembre de 1970, Raimon cantó en Girona y allí los más inquietos del instituto tuvimos noticia del proceso de Burgos. Indignados con aquellas noticias, improvisamos la primera manifestación contra el régimen que tuvo lugar en Girona.
El empuje del viento de Raimon es paralelo al empuje de la primera generación antifranquista. Pero, atención, no debe confundirse con ella. Aquella generación triunfó por todo lo alto. La obra de Raimon es ciertamente reconocida (y no sólo entre nosotros: continúa dando recitales por todo el mundo). Pero su ruta no puede ser calificada de exitosa en el sentido actual del término. La de Raimon no es una "operación triunfante". En cambio, aquella generación progre ha saboreado todas las mieles. Lideró (mejor dicho: guió, encauzó) a las generaciones venideras protagonizando el antifranquismo, la transición y las dos primeras décadas democráticas (dos y pico, en realidad). Entorno a los años ochenta, la generación progre y las que seguían su estela cambian arbitrariamente de rumbo. Y desde entonces han encabezado todas las modas. Su volubilidad es de campeonato. Ninguna generación en la historia ha presidido tantos y tan distintos candeleros: desde los sesenta hasta hoy en que, por edad, empieza a declinar y desaparece lentamente de la primera fila.
La generación progre abandonó a Raimon (y a la nova cançó) en una esquina cualquiera, como abandonó a tantos iconos, ideas y proyectos que, usados como un clínex, ya no le eran útiles. Aquella generación progre ha hegemonizado el discurso cultural e ideológico supuestamente de izquierdas en Catalunya y España gracias a la táctica de ir cambiando el rumbo en cada esquina coyuntural. Es la generación más ávida y acaparadora de la historia. Obsesionada con un objetivo: estar siempre 'à la page', a la moda. ¡Antes muerta que perder el tren de la actualidad (tal ha sido su visión de la dialéctica de la historia)! Aquella generación progre y antifranquista ha pasado del comunismo al liberalismo sin traumas; del combate por la pluralidad cultural a la subordinación a las industrias culturales; de la modernidad fuerte a todas las debilidades de la posmodernidad; de la seriedad a la obligación de la broma; del marxismo a la gastronomía; de la política al fútbol, del catalanismo al cosmopolitismo, del progreso colectivo al triunfo personal. Del acento social a la entronización del derecho individual.
Raimon, contrariamente, siguió fiel a sí mismo, con una coherencia discreta y distante que no ha buscado ni tan siquiera el reconocimiento moral de los que permanecían fieles a los valores que encarnó en los años difíciles. Desde hace treinta años, cuando dejó de ser interesante para los grupos políticos, Raimon no hace más que profundizar en su camino estético. Depurándose hasta convertirse en un poeta esencial, en un compositor de "música callada" (en el sentido que Frederic Mompou dio a este término) y en un delicado intérprete de nuestros escritores clásicos. Creador de un mundo completo y coherente, lo ofrece sin aspavientos a quien se atreva a zafarse del peso enorme de la moda.
El secreto de Raimon es su incapacidad congénita para el manierismo (o, si quieren, el amaneramiento) que caracteriza el gusto actual. Raimon, al contrario de lo que creen los que llevan décadas sin escucharle, es de gran sentido melódico, pero nunca ha hecho concesiones al azucarado chicle de la amenidad por la amenidad. Sus letras tienden desde los noventa a la ironía, la duda y el intimismo. No repiten tópicos pasados, ni se aferran a verdades muertas. Pero no hacen concesiones a la broma o a la fácil provocación. Cuando la democracia se consolidaba, Raimon abandonó explícitamente su función de suplencia política y tuvo la talla humana, más que la honradez, de no pedir limosna a la democracia y al catalanismo cultural por los servicios prestados. Nada le deben. Su obra ha evolucionado mucho, pero su persistencia en la austeridad formal, su leve distancia irónica y sus fidelidades son las mismas que descubrí en el Empordà de mi adolescencia.
En uno de los poemas más tristes de Ausiàs March que Raimon ha musicado, leemos en traducción de José M. Micó: "Lo que antes me amparaba de los vientos / es para mí cruel playa desierta (…) / por donde yo vagaba sólo hay pena". El pesimismo del poeta (que remite al de tantos quejicas del presente) lo combate el propio Raimon demostrando con su vida y su obra que la coherencia no es un sacrificio moral. Sino el fruto del árbol más selecto.
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