Aspirina o anestesia
del deseo y del miedo, del esfuerzo y del azar,
de los grumos de la noche y de la llama encendida,
de los murmullos del viento, de los silencios del mar,
de ideas que crecieron en un margen del camino,
de lo que todos ven pero no todos saben decir.
Es la palabra friolera que, con una melodía,
sabe hacerse un buen abrigo que le reanime el cuerpo,
o unos sonidos adormecidos que un buen día encuentran
las palabras que les hacen abandonar el reposo,
cargar con el hatillo y lanzarse a la calle
para hacer canturrear a la gente que va y viene.
A veces puede ser una simple aspirina:
durante algunos minutos, hará que olvide el dolor,
el dolor de vivir, la gris trampa de la rutina
algún ser humano perdido en la oscuridad.
Hace tantos siglos que el mundo es consumido por el fuego
que el más potente bálsamo le parece demasiado poco.
No tendría que ser nunca la anestesia agridulce
que apaga los sentimientos, que adormece las emociones,
que nos arrastra inertes a un océano de musgo,
a un mundo feliz, podrido hasta en sus más ínfimos rincones,
donde todo ya está bien de una vez por todas, donde nada cambia,
donde el cretino sonríe diciéndose: “¡Tanto da!”.
Canciones de amor, canciones del tiempo de las cerezas,
que habéis hecho alzar la voz al mísero y al humilde,
y que habéis acompañado sus angustias y sus esperas,
y a los cuales habéis dado coraje con vuestro sutil aliento,
nadie os puede reprochar que inventéis cielos azules
donde todos puedan volar, sin amos, sin esclavos.
Toda canción de amor es revolucionaria.
Toda canción de lucha no es sino un canto de amor,
cuando se derrama en los corazones como una luminaria,
cuando clava sus colmillos en el centro del horror.
Pero hay que saber distinguir un sonido agrietado de un tintineo,
un pico de ruiseñor de un pico de ornitorrinco,
y la analgesia activa, que te fortalece,
del sueño y el olvido, comparsas de la Muerte.
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