Novedad discográfica

Luis Eduardo Aute: canto a la vida y al amor desde la perspectiva de la madurez

por Fernando G. Lucini el 13/12/2012 

Lo afirmaba el pasado martes en mi muro de facebook y lo reafirmo rotundamente ahora: Nunca he dejado de pensar y de decir que Luis Eduardo Aute es uno de nuestros mejores creadores contemporáneas y de mayor versatilidad y calidad artística y expresiva.

Los dos Autes (el niño y el adulto) mirando el mar.

Portada del disco «El niño que miraba el mar» de Luis Eduardo Aute.

Pues bien, tras la edición de su último disco El niño que miraba al mar, de su película El niño y el basilisco, y del concierto que nos ofreció el pasado día 11 en el Teatro Español de Madrid, he llegado al convencimiento radical de que me iré de este mundo sin la más mínima duda de que es completamente cierto todo lo que antes afirmaba... Aute, es sencillamente, un ser humano habitado, no por las musas —como él dice en una de sus nuevas canciones—, sino por la genialidad.

Viendo y escuchando a Aute en el escenario del Teatro Español percibí y sentí algo que me causó una especial emoción: hace muchos años que le conozco —recuerdo especialmente el tiempo que compartimos cuando escribí su biografía, fue en 1987—; transcurridos todos esos años, el martes pasado, viéndole y escuchándole hablar y cantar sobre el escenario me di cuenta de que Eduardo ha alcanzado una meta hermosa y siempre deseada: «Seguir viviendo y cantándole a la vida y al amor, con la coherencia de siempre, pero ahora desde la serena perspectiva de la madurez».

Me refiero a la madurez consciente y crítica...; a la madurez entendida como sabiduría adquirida en el día a día del vivir cotidiano, con sus luces y sus sombras...; a la madurez para percibir la realidad con serenidad y, a la vez, en profundidad...; a la madurez que rearma y le da vuelos de altura a la libertad...; a la madurez que embellece, que depura, que va dejando la esencia y lo esencial...; a la madurez que intensifica la urgencia de vivir apasionadamente lo que aún quede de camino...; a la madurez que te permite mirar al mar, volver a las raíces de la identidad, encararse y pedirle cuentas al mismísimo Dios, y, desde ahí, seguir creyendo y buscando luz en nuevos horizontes; seguir luchando por aquello que siempre se ha creído...

«Aprovechando este paréntesis de calma

puedo afirmar, ya muy cercano a la extinción

que desconozco de que musa nace el alma

que toma cuerpo en su vestido de canción»…

(“Las musas”)

«Lo que es para mi un gran desgaste,

al filo ya de mi vejez

es no saber —Dios mío— por qué creaste

el monstruo de la estupidez...

Todo lo entiendo, Dios mío

todo lo entiendo menos el desastre

de crear el lastre de la necedad.

¡Qué necesidad tanta necedad!».

(“¡Qué necesidad!")


Es desde esa perspectiva, es decir, desde la extraordinaria y lúcida madurez de Luis Eduardo Aute, desde donde hoy quiero comentar y recomendar su último disco El niño que miraba el mar; obra en la que musicalmente han colaborado Tony Carmona, José Manuel Gutiérrez "Cope" y Cristina Narea.

En El niño que miraba el mar, con la coherencia personal a la que nos tiene acostumbrados, Luis Eduardo se reafirma en tres de las coordenadas esenciales sobre las que se fundamenta toda su obra cantada.

En primer lugar su poÉtica reflexiva que supone y ofrece —como resultado— la elaboración de un pensamiento profundo, autocrítico, hermosamente humano y a la vez trascendente y trascendental, y siempre apasionante; poÉtica reflexiva que en esta ocasión es a la vez, introspectiva...; Aute se mira a si mismo en aquella Manila, lejana en el tiempo, de la que le dejó huella su padre a través de la fotografía que ilustra la cubierta del disco.

 

«Cada vez que veo esa fotografía

que huye del cliché del álbum familiar

miro a ese niño que hace de vigía

oteando más allá del fin del mar.

Aún resuena en su cabeza el bombardeo

de una guerra de dragones sin cuartel

su mirada queda oculta pero veo

lo que ven sus ojos porque yo soy él.

Y daría lo vivido

por sentarme a su costado

para verme en su futuro

desde todo mi pasado

y mirándole a los ojos

preguntarle, ensimismado

si descubre a su verdugo

en mis ojos reflejado

mientras él me ve mirar

a ese niño que miraba el mar.

Ese niño ajeno al paso de las horas

y que está poniendo en marcha su reloj

no es consciente de que incuba el mar de aurora,

ese mal del animal que ya soy yo.

Frente a él oscuras horas de naufragios

acumulan tumbas junto al malecón

y sospecha que ese mar es un presagio

de que al otro lado espera un Dragón».

(“El niño que miraba el mar”).

En segundo lugar, Luis Eduardo Aute, en su nuevo disco, reafirma sus posiciones críticas y de denuncia hacia un mundo y una realidad que no le gustan por la inhumanidad e injusticia que generan y destilan. Posicionamiento crítico que en esta ocasión gira, fundamentalmente, sobre la estupidez, la necedad y la perversidad del "sistema político, social y económico" en que vivimos; realidades que, en definitiva, desembocan en una afirmación clara, directa y radical: Feo mundo feo.

¡Que mundo el que nos cae encima

qué feo, feo, feo mundo!..

Ya no por injusto, mercenario y criminal,

que así ha sido siempre desde que existe la Historia,

ni por cínico, perverso, gangster y amoral

porque de eso hay mucho en las poltronas de la Gloria.

Sino porque ya se ha hecho con todo el Poder

esa casta que idolatra al dios de la horterada,

que en su duda ante el dilema de ser o no ser

sueña con ser el caudillo de la Gran Bancada...

Y lo más infame es que, cambiando de collar

quieren convencernos de que son distintos perros,

y así privatizan el derecho a respirar

por llevarse todo el pan y el oro del Becerro...».

(“Feo mundo inmundo”).

Y en tercer lugar, Eduardo, como siempre, despliega la necesidad y la experiencia del amor; del amor que es "señal de vida" —"latido a latido"—...; y que en esta ocasión, desde la perspectiva de la madurez, adquiere una exquisitas dimensiones de ternura y de sensibilidad.

«Estando ya más que dispuesto a conformarme

a tantos días que no ven amanecer,

me disponía a darle crédito al desarme

sabiendo que no había nada que perder.

Pero, de pronto, dio lugar lo inesperado,

un dulce asalto secuestró mi rendición.

Apareciste como un potro desbocado

y me pusiste a galopar el corazón».

(“Señales de vida”).

«Porque te amé hasta las cenizas

de un fuego que aventamos juntos

y se resiste y aún atiza

desde sus cirios de difuntos,

porque vivirte fue un impulso

que vomitaron los volcanes

porque su lava, ya sin pulso,

aún nos baña en alquitranes...

Amiga mía, yo te pido,

en esta quema a la deriva,

tu corazón más encendido

para que el soplo nos reviva latido a latido».

(“Latido a latido”).

Latido a latido...; canción que me trae a la memoria aquella otra que Luis Eduardo nos ofreció en 1984 —imposible olvidarla: «Ay, amor mío, / qué terriblemente absurdo / es estar vivo /sin el alma de tu cuerpo, / sin tu latido»... ¡Gracias Eduardo!, gracias por tus canciones, por tu sensibilidad, por tu coherencia, por tu madurez y por tus latidos...  ¡Sencillamente gracias!




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