Una almita perezosa —ritmo—
Sí. Eso. Una forma silenciosa.
Al principio aquella forma era solo una cavidad cálida y allí el almita se placía. Cuando, cansada de hacer pereza, el almita se quiso ir, su forma de barro se levantó y la quiso seguir. Así lo hizo. No pudieron volar juntas pero la forma se las ingenió, le nacieron patas y luego manos. Así se movieron, caminaron.
Cuando el almita quiso pensar, la forma, de nuevo, como sombra la quiso seguir, y le crecieron palabras, verbos. Así, juntas, actuaron. Y la palabra fue así la sombra del pensamiento. El verbo se hizo carne. La carne se hizo verbo. La forma se hizo cuerpo.
El almita se sentía bien en aquel cuerpo. Tenían lo que necesitaban. Sentían sed para poder beber. Sentían hambre para tener el gusto de comer. Para estar juntas se habían vuelto idénticas, una sola y misma cosa. No había espacio ni tiempo, no había distancia ni asombro. La verdad es que a las otras almas el cuerpo las seducía, deseaban la carne, pero no querían fundirse ni mucho menos perder la facultad de volar.
Un día, el almita perezosa y el verbo hecho carne comenzaron a alternar un juego de sonidos y silencios. Algo empezó a latir, a palpitar: el primer ritmo, el primer tambor. Entre un y otro nació el tiempo, apareció el espacio.
Así nació la muerte. Es el tiempo la muerte. El almita y el cuerpo tenían todo. Tenían vida y tenían muerte para poder gozarla.
A las otras almas el primer tambor las volvió como locas. Sintieron que podrían seguir volando aunque estuvieran atrapadas en el cuerpo. Y así se quedan en el barro primigenio. Agarran forma. Les nacen patas. Les nacen manos. Les crecen palabras. Se hacen verbo. Se hacen carne. Juegan con silencios. Juegan con sonidos. Hacen ritmo. Hacen corazón. El primer ritmo. El primer tambor. El principio y el fin. El espacio y el tiempo. La buena distancia. El vuelo del alma en el cuerpo.
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