A los veinte años de su desaparición
Alfredo Zitarrosa nos hace falta
Vuelve a amar y no se cansa,
la vida no le alcanza,
la muerte es una ingenua adivinanza.
(Candombe del olvido, 1976)
Vuelve a amar y no se cansa,
la vida no le alcanza,
la muerte es una ingenua adivinanza.
(Candombe del olvido, 1976)
Cuando la noche del 16 ya era el otro día, a poco de comenzar aquel 17 de enero de 1989, una fatal peritonitis aguda, derivada de lo que médicamente se conoce como infarto de mesenterio, terminó con la presencia física de Alfredo Zitarrosa, el Cantor. Y comenzó el tiempo de extrañarlo, de echarlo de menos, de sentir que la vida se agita nerviosa si no está... que hay un sitio para él en la fila, que se ve ese vacío, que hay una respiración que falta, que se defrauda una espera... la tristeza o la ira inexpresada del compañero, el amor del que lo aguarda lastimado... falta su cara en la gráfica del Pueblo, su voz en la consigna, en el canto, en la pasión de andar, sus piernas en la marcha, sus zapatos hollando el polvo... los ojos suyos en la contemplación del mañana... sus manos en la bandera, en el martillo, en la guitarra, su lengua en el idioma de todos, el gesto de su cara en la honda preocupación de nuestros hermanos.
Y fue así y es tanto así, porque él representa como nadie una forma de asumir la vida, y su gran valor, entre muchos otros, fue mantenerse siempre idéntico a sí mismo, y haberse transformado en necesario para su pueblo, por ser un producto cultural de la vida de ese pueblo, al que representó cabalmente en su condición de creador, de artesano de la palabra y la melodía. Porque más allá del carácter personal de su obra —como de la de cualquier otro artista— fue la síntesis y la expresión de las variantes poéticas y musicales ya acuñadas en el alma de su gente, por acumulación sucesiva; de los sentimientos más universales y la lógica del sentido común. Y conformó una obra perdurable porque fue un verdadero artista popular, porque tuvo las dotes naturales y la experiencia necesarias para ser lo que él mismo llamó, en una manifestación suprema de auténtica modestia, un mediador desinteresado en el testimonio de la vida de su pueblo, al punto de que sus creaciones han de ser factibles de considerarse un trabajo anónimo.
Le gustaba escribir, y supo hacerlo. Su inspiración fueron la música y los versos, y los temas eternos: el amor, la vida, la muerte... Pero más allá de todo eso no pudo evitar estar vivo y abierto, por dentro y por fuera, a los demás, especialmente a los humildes. Atento a los malos, a los mentirosos y falsarios, cerrado a cal y canto para los peores, del libertino al ladrón, del egoísta al torturador, del demagogo al adulón, del nazi-fascista al cobarde, al ideólogo del “no te metás”.
Fue escritor, poeta, y muchos fueron sus intentos en el campo de las letras, aunque sólo llegó a publicar un libro, Por si el recuerdo, allá por 1988. A su conocida actividad como locutor agregó también incursiones como informativista y libretista de la radio, también fue periodista e incluso tuvo una experiencia como actor de teatro. Pero su destino estaba señalado: iba a ser El Cantor por el mandato de su voz, esa “voz de otro” como alguna vez la bautizó el poeta Manuel J. Castilla, que no se correspondía con su cuerpo menudo, y que lograba —citando textualmente a Washington Benavides— que “toda canción cobrara, como tocada por una magia terrena, un algo, un no sé qué dorado y cordial, en el envión sombrío y generoso de su voz. Una fascinación que opera sobre nuestro corazón inevitablemente”.
Esa fascinación que, veinte años después, sigue operando sobre nuestros corazones, por siempre.
La cantautora mexicana Natalia Lafourcade actuó en solitario ayer domingo en el Liceu de Barcelona en el marco del Suite Festival, en un concierto cargado de emoción radical, depuración estilística, mestizaje sonoro, dramaturgia íntima y canción de autor en estado puro. Sílvia Pérez Cruz fue su invitada en sensible abrazo musical.
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